Europa no necesita a Zeus para ser raptada. Ni a ningún otro dios, olímpico o abrahámico, que, por otra parte, de tales hace tiempo que prescindiera en la esfera pública, reservándoselos no obstante para la privada, pero de modo que periódicamente alcanzan a aflorar cuando menos falta hacen: en forma de tal o cual derecho puesto en entredicho; o de exhibida prenda emblemática de creencia considerada ajena a la idiosincrasia continental.

Aun así, tiene miedo de ser raptada. Miedo irracional, naturalmente, por cuanto sigue obsesionada con que de fuera pudiera venir quien la llegara a secuestrar. Pero no parece tenerlo tanto para los periódicos arrebatos de propia furia colectiva que tantas veces la han arrasado. Sigue y persiste en su alerta al exótico rapto, descuidando los tales arrebatos, como sin percatarse de la compartida etimología latina de ambos términos. Debe ser que el cultismo del rapto, además de ofrecerle mejor perspectiva, le resulta, por clásico y olímpico, mucho más patente y reconocible, como temor, que la patrimonial violencia del doméstico arrebato. Cual si a pesar de su experiencia, siguiera añorando la tutela divina que tanta sangre le costara relegar, hasta prescindir absolutamente de ella en la cosa pública, al margen de ideologías gobernantes.

No, Europa no necesita dioses… para ser raptada. Se basta a sí misma. O a los propios demonios -que al retiro con sus divinos oponentes se resisten- de su atormentada historia, como harto fehacientemente lo prueba un simple vistazo retrospectivo. Y no es preciso mucho; todo lo más un siglo. El que ahora, precisamente, se cumple este año de 2014.